Uno viene curtido por el viento de Gesell, por la arena que se mete en el churro con dulce de leche y por esa épica de carpa, mate y helado derretido. Playas que son un caos hermoso, con parlantes al mango . Tienen su encanto, su desorden, su calor familiar.
Y de pronto, aterrizás en las playas del norte de Portugal o de España. Tratás de no parecer tan turista mientras comés una pastel de nata.
Pero ahí, entre las diferencias, te cae la ficha: al final, todos hacemos lo mismo. Nos tiramos panza arriba a mirar el cielo, brindamos con lo que haya, charlamos de nada y de todo, y nos dejamos arrastrar por eso que en cualquier idioma se llama "verano".
Las coordenadas cambian, sí. Pero el ritual playero es universal: descansar, mojarse, reírse y, si hay suerte, volver con un poco más de kilitos y menos peso en la cabeza.